Sentado al piano, sus manos acariciaban las negras con la delicadeza de quien siente el tacto del alma. Las blancas parecían una extensión de sus propios dedos. Era cuando hacía fluir la melodía cuando cada uno de sus músculos desprendía más fuerza. Mientras tanto, en su mente, las notas chocaban con fuerza entre ellas, produciendo relámpagos de placer. Sus ojos se abrían y cerraban al compás de la lluvia que caía en el cristal de la habitación de al lado. Allí, a través de la puerta entreabierta, ella veía esa libertad. Absorta, recordaba sus nocturnas conversaciones, aquel espacio en el que se fingían, o no, libres del mundo. Aquellos dimes y te digo, sin tiempo y sin mañana. Las ilusiones de un algo que no era, pero tampoco dejaba de ser.

Y, al mismo tiempo, se preguntaba qué había sido de aquellos momentos. Quizás el interés, una vez más, había perdido la batalla a la indiferencia. O simplemente había pasado la vida, con sus juegos, sus trampas y su suerte, y había demostrado que no es más que una ilusión. Cuantas más preguntas dejaba pasar por su mente, más libre se sentía, pues, esconderse detrás de un “no sé” y de un silencio, solamente hacía aparecer límites en su interior. Cada una de ellas ocupaba un lugar infinito. Con respuestas o sin ellas, las sentía más suyas que nunca. Se sentía plena al observarse y era libre de una forma tan sencilla como no podría habérselo imaginado jamás.

Y así, sin ocultarse debajo de ningún pero, continuó preguntándose, y, mientras observaba el piano ya solitario, sintió de nuevo aquellas noches, aquellas manos, aquella libertad.

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