Enfundada en un apretado vestido sus curvas aún resultan más llamativas, los taconazos de Loboutin no hacen más que enfatizarlas a cada paso, dejando tras de sí un reguero de miradas y deseos no confesables, que se cuelan impenitentes en el imaginario colectivo masculino, y en el de cierto sector femenino.
Desde que se tiñó de rubio, hace más de una década ya, su atractivo subió como la espuma y, sabedora de ello, lo utilizó para prosperar en la vida, tal como otros se pudieron beneficiar de la Uni privada, el chalet en la playa o cualquier otro privilegio proveniente de papá y mamá.
No había sido su caso, de dónde venía nada tenía que ver con la gran ciudad en la que ahora se movía ágilmente, nació entre caminos sin asfaltar e hileras de casa de adobe rodeadas de podredumbre y basura. Ese era un pasado muerto y enterrado, que ya no volvería, ahora en su lugar una historia de abandono justificaba la ausencia de vínculos familiares, en su cabeza sonaba mejor ser abandonada que provenir de un suburbio innombrable que escondía un pasado prescindible.
Ella era ella tal como era ahora, así que enterró toda una historia de dolor entre tacones, vaivenes de cadera y un DNI debidamente actualizado.
Repitió tantas veces su historia imaginaria que ya la daba por cierta, y su cerebro enterró bajo capas de silencio aquel suburbio, su nacer dentro de un cuerpo equivocado que nunca fue suyo, y el dolor y la transición sufrida hasta llegar a ser la mujer que era hoy.
Sin duda era la mujer más guapa de la ciudad, los inicios poco importaban ya, el resto del pasado tampoco.