El portazo retumba en la pared sucia. Con un golpe enciende la luz que dibuja una habitación de hotel desgastada, su pequeño universo en extinción. Del cajón de la mesilla saca cigarrillos, mechero y un móvil. Hay tres llamadas perdidas. Llama.

–Ya está hecho –al otro lado llueve una cascada de improperios–. No he podido antes… Lo sé, joder… Pero está hecho. Ahora haced lo vuestro… No me jodas… Van a morir todos igual. En vez de a las ocho será a las nueve… No me toques los cojones… Salid y hacedlo ya… Te estoy diciendo…

Arroja el teléfono contra la pared y grita hijosdeputa mientras patea su bolsa de viaje, junto a la cama, hasta quedar agotado. Enciende un cigarrillo y aspira profundamente. Alumbra de nuevo el mechero. La llama es como un ave fantástica posada en su mano con un mensaje sólo para él.

Se asoma a la ventana. Al otro lado del río la costanera está tomada por paseantes, familias con carritos, turistas, congregados por un sol huído. Las farolas se encienden. Colores cálidos, sombras afiladas. Bajo una de las luces se destaca una mujer más voluptuosa de lo esperado, melena rubia, curvas bien definidas, un ajustado vestido negro. ¿Qué hace allí, sola? Quizá la han abandonado o quizá espera a alguien que vendrá a recogerla. Observa el río, aburrida. Pero no, esa mujer mira hacia este lado de la ciudad, su edificio, lo mira a él en su ventana, lo espera a él. En su muñeca suena un zumbido prolongado. Son las nueve.

–Otra vez será, mi amor.

Tras el edificio retumba un estruendo profundo, en cadena. Alrededor de la mujer rubia los paseantes se acercan al borde del río observando el fulgor rojo que se extiende por toda la ciudad como un amanecer desubicado. 

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