Semanas más tarde, después del trabajo, decidí ir a pasear por Collserola. Necesitaba calmarme pues me sentía incómoda al estar enfadada con Laura. Tampoco me satisfacía mi trabajo de becaria, ni mis compañeros, ni mi jefe. Y además, quería analizar las visitas a casa de Felipe. Necesitaba replantearme muchas cosas.
Entre semana la Carretera de las Aguas es un lugar muy tranquilo. Las vistas de Barcelona son espectaculares, desde allí no solo se observa la ciudad sino también las poblaciones que ya han perdido las distancias. Se distinguen los edificios del Banco Atlántico, la Sagrada Familia o las grandes avenidas como la Diagonal o la calle Balmes. Resumiendo: una ciudad inmensa que vista desde la distancia parece de juguete. Me senté en un banco de piedra al borde del camino para contemplar la puesta de sol tras la montaña de Montjuic cuando escuché un aullido escalofriante. ¿Un animal? No, más bien un humano. Me asusté con la idea de que un suicida hubiera decidido acabar con su vida justo cuando yo me encontraba en trance ante la despedida del sol. Con el corazón a mil por hora me levanté para marcharme y, en ese momento, apareció una hembra de jabalí con cuatro jabatos tras ella. Di un gran salto y corrí sin parar hasta los ferrocarriles. Llegué a casa sin haber encontrado una solución a mi vida.