Vestido de negro de los pies a la cabeza, Billy se coló en el circo y tras quitar las ataduras al dinosaurio enano, lo introdujo en una bolsa y lo soltó en la montaña, cerca del lago. “Corre, aquí serás libre” le dijo, y le contempló mientras se perdía en la espesura del bosque.
A pesar de la desaparición de su estrella principal el circo abrió las puertas de nuevo, “maldita sea, esos explotadores no se dan por vencidos” se dijo Billy. Entonces, de madrugada liberó al gallo con trompa de elefante y lo llevó hasta la montaña. De nada le sirvió, volvieron a abrir. Decidió, pues, liberar a la hormiga violeta del desierto (capaz de matar un gato de un pisotón), pero tampoco consiguió que cerraran. Entonces, hizo lo mismo con la gallina barbuda, el caballo ciempiés, con el orangután alado y así continuó hasta terminar con todos y cada uno de los espectáculos.
Al día siguiente fue a confirmar, orgulloso de su hazaña, que habían cerrado. Un cartel junto a las taquillas lo ponía bien claro. “El circo está clausurado”, leyó Billy. Pero al ir a marcharse se fijó en una nota, escrita en letra pequeña. Se leía lo siguiente: “El circo se ha trasladado a la montaña, cerca del lago, donde podréis disfrutar del dinosaurio enano, la gallina barbuda, el caballo ciempiés y todos nuestros maravillosos espectáculos. Por favor déjennos trabajar en paz”. El texto estaba firmado por la pezuña de todos y cada uno de los animales que Billy había dejado en libertad.