– ¿Allí?
– Allí.
– Pero… ¿Allí?
– Allí, allí.
– Allí no va a poder ser.
Benito le entregó los planos al arquitecto y aprovechó que tenía las manos libres para ajustarse los pantalones a la cintura, pues con la presión de la fecha de entrega había perdido unos kilos en las últimas semanas y toda la ropa le quedaba ahora un poco grande.
– Coño, Benito… ¿Cómo que allí no va a poder ser?
A Benito no le gustaba el arquitecto. No le gustaba la forma tan pedante con la que se refería a “sus creaciones”, ni su manera de dar órdenes, paternalista y deshumanizada al mismo tiempo, tan típica de alguien que se ha criado en una familia con posibles y que tantas veces Benito vio de niño en la casa donde su madre trabajaba como asistenta. Tampoco le gustaban sus trajes de dos mil euros, y menos todavía aquél perfume tan dulzón – “de autor”, decía el lechuguino que era – que saturaba el aire a varios metros alrededor suyo.
– Como que no. Allí no podemos meter el drenaje porque…
– Ni porque, ni porca, Benito; aquí el arquitecto soy yo. Sería lo último, vamos: el mundo al revés. Mete el drenaje por aquél conducto, te digo, que lo ha abierto el Ayuntamiento para darnos servicio de alcantarillado.
– ¿Por allí, entonces?
– Por allí, Benito, por allí.
– Muy bien.
Sin una palabra más, el jefe de obra se dio la vuelta para dirigirse a la caseta, donde asignaría a un par de obreros la tarea de llevar el drenaje de aguas subterráneas del edificio que estaban construyendo hasta el conducto que había abierto el Ayuntamiento para dar servicio de… energía eléctrica.
Dicen que donde hay patrón no manda marinero; en cualquier caso, aquel día Benito disfrutó viendo cómo caía la luz en un par de kilómetros a la redonda. El arquitecto nunca se responsabilizó de aquello frente a la constructora o el Alcalde; Benito estaba seguro de que le echó las culpas a él. Pero, al menos, el lechuguino no apareció por allí en los quince días siguientes.