¿Tu crees que algún día saldremos de este lugar? le pregunté a mi amigo Diego.

Yo pienso largarme en cuanto pueda. Pero Diego, somos unos críos. Tu seras un crío

Vamos Diego, tienes once años. ¿Y qué?

Todas las tardes hacíamos la misma ruta, cogíamos el atajo hasta el río. Caminábamos una hora

para bañarnos en aguas trasparentes, habitadas `por culebras y peces que ya habíamos desistido de pescarlos después de múltiples fracasos.

Río abajo, esas aguas cambiaban a un color turbio, resultado de las fabricas textiles que se alineaban junto al río para utilizar su fuerza motriz y mover los telares.

Al llegar, tardábamos medio segundo en quitarnos la ropa y lanzarnos a la poza.

El agua estaba helada. Arriba en las montañas el paisaje en invierno era glacial. Parte del caudal del río venía de neveros resguardados de los cálidos vientos del sur.

Estábamos sobre nuestra roca, tumbados al sol, nuestros calzoncillos estirados sobre unos majuelos, cuando oímos unos ruidos, vimos que enfrente, a nuestra derecha, se movían las ramas, empezamos a reptar por la roca para poder visualizar al animal que estaba haciendo tanto ruido. Diego y yo no salíamos de nuestro asombro. Estábamos viendo una maravillosa espalda, un maravilloso cuerpo desnudo de una maravillosa mujer. Nos miramos y los dos pensamos lo mismo. Por favor que se de la vuelta. Se agachó y comenzó a ponerse un bañador

Desinflados, cogimos nuestra ropa, emprendimos el camino de vuelta, pero esa tarde, había sido muy diferente. Quizás mañana.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *