He estado trabajando en el nuevo edificio en la Avenida Molière desde el primer mes de construcción. Primero trabajaba en la planta baja cuando era la única, y me subí cada vez que pudiera hasta que encontrara la oficina perfecta en la decimoctava planta.

Trabajaba como diseñador de cortinas. No estaba empleado pero seguía trabajando. Me mudaba de oficina a oficina en edificios inacabados hasta que alguien me encontrara. Como necesitaba una luz brillante para filtrar, buscaba oficinas cerca del lago que enfrentaran al oeste: por la tarde, el sol se reflejaba en el agua y producía la luz perfecta para ver la calidad de mis cortinas.

Un día, estaba con mi diseño favorito: unas cortinas de pana. Eran un azul oscuro que agregaba al peso de la tela. Las admiré; mi cielo antes de la madrugada, mi mar revuelto después de la tormenta.

Escuché una tos, y me di vuelta. Era un obrero. Le pide que no llamara a la policía; me pidió lo mismo.

Miré su casco. Era amarillo; los otros obreros trabajando allí tenían unos verdes.

“¿No trabajas aquí, verdad?”

Sacudió la cabeza.

“¿Cómo me descubriste?”

“Por las cortinas.” Como si no hubiera pasado nada, me echó un casco blanco. “Toma. Debes llevarlo en cualquier edificio inacabado… Para que sepas, hoy pondrán las alarmas. Debemos bajarnos inmediatamente.”

Afuera, saqué mi mapa. Como sabía que tendría que mudarme al final, siempre llevaba un mapa del centro, la zona de la ciudad todavía en expansión. “Fíjate,” le dije. “Conozco un edificio nuevísimo solo tres manzanas desde aquí. Podríamos trabajar un rato antes de que nos descubran.”

Comparamos el mapa con la vista, y localizamos la dirección general. No pudimos ver el edificio a través de todos los rascacielos, pero estábamos acostumbrados a tener direcciones sin promesa de tesoro.

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