El atardecer teñía de rosa la plaza. Las soflamas hacía tiempo que sonaban como letanías y los antidisturbios, ordenados en fila, bostezaban frente a los pocos manifestantes que merendaban tirados en el suelo.
– Señoritas, venimos a coaccionarlas para que se disuelvan. – dijo el agente más fornido.
– Por supuesto. Aunque comprenderá que nos neguemos pacíficamente pues hemos venido desde muy lejos para defender nuestros ideales. – dijo Elena, la más juiciosa de las dos.
– No se hable más. Mi compañero y yo tiraremos de ustedes para levantarles a la fuerza.
– ¿Y si oponemos resistencia? – dijo María con una sonrisa ambigua.
– Entonces usaremos la violencia según la regulación.
– Oh, ¡qué sinsentido!, ¡qué barbarie! – iba lamentándose Elena mientras se dejaba arrastrar por el otro policía.
– Yo no me dejaré amedrentar. He venido a luchar. – dijo María tumbada en el suelo como una estrella de mar.
– Señorita, se lo ruego, no me obligue a hacerle daño.
– Si alguien le acusa de golpearme, écheme la culpa. Seré la primera en defender sus derechos.
– ¿Defender a su agresor por imperativo moral? ¿Es posible corazón tan noble?
– Mi corazón es el corazón de cualquier mujer.
– Usted no es cualquier mujer, no sea insensata. – dijo el agente tomando gentilmente de la mano a la manifestante.
– No trate de levantarme. ¡No cejaré!
¡ZAS!
– Joder, que me quiero ir a casa, hostias – dijo el agente.