Cuando llegó era casi de noche, estaba cansada y quería dormir hasta tarde. Bajó las persianas y dejó las lamas entreabiertas para que pudiera entrar algo de luz.

Había vuelto a la casa de verano de sus padres, y había ocupado su vieja habitación del sótano. Quería impregnarse de pasado, volver a sentir la inocencia corriendo por sus venas. Se preparó algo frio para cenar. Después, como todas las noches, se desnudó para meterse en la cama y buscó inconsciente el roce de una piel amiga pero como todas las noches no lo encontró.

A la mañana siguiente al levantarse se quedó quieta mirando el vacío, no quiso abrir las ventanas, ni siquiera mirar por ellas. Miles de motas de polvo flotaban ingrávidas dibujando en el aire haces de luz perfectos que se hacían humanos al ceñirse a las curvas de su cuerpo. La estancia tenía un aire poético, casi celestial. El aire olía a viejo y a naftalina. En ese instante, su desnudez, su vieja habitación y la penumbra que le envolvía, le marcaban el punto de partida, el comienzo de algo diferente. En silencio dio las gracias por tener una nueva oportunidad. Respiró hondo y le regaló al mundo una sonrisa que nadie pudo ver. Se abrazó, enredando sus brazos alrededor de su cintura, cerró los ojos y mientras tarareaba una vieja canción bailó abrazada por los rayos de sol.

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