Un filo de aire helado y restos de luz se cuelan por la ventana metálica. Sigue desnuda a pesar del frío, al tiempo que enciende un cigarro y lo aspira ansiosamente, la pequeña luciérnaga anaranjada ilumina el hueco.

En el baño el agua caliente hace rechinar las viejas tuberías, llevándose el silencio de la habitacion.

El sale recién duchado tras una estela de vapor y algo de tibieza; se acerca por detrás y le abraza. «Estas helada amor», se aprieta un poco más, le besa el cabello, le susurra cosas que alguna vez parecieron ser amor. Ella no habla, no hace nada, solo fuma.

El hombre se sienta en la cama y canturrea mientras se viste, parece feliz en su escena, ajeno a lo de ayer, aunque volverá a ello mañana, o cualquiera de las siguientes semanas, que luego luego seguirán creciendo hasta ser meses y años.

Ella se palpa el costado, respira profundo, trata de mover la cara pero recuerda que con el rostro amoratado es mejor no gesticular. Se pone la ropa despacio, mientras desconecta de todo sonido, apaga su parte pensante, solo es parte motora en huida. Comienza a caminar. Suena una voz que la llama pero ya no la escucha, «bajo a cocinar» se oye decir. Sale a la calle, apretando nerviosamente el bolso contra su cuerpo, todo lo que el dolor le deja. Llamó un taxi mientras el se duchaba, y ya está en la puerta. Esta vez va a subir, para dejar de creer que puede morir mañana, la siguiente semana, o cualquier mes del año que el decida. El taxista le dijo que esperaría. Y alli estaba.

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