
Le daba la espalda. No le impresionaba aquel gran gesto de magnanimidad, de supremo altruismo. Le era igual que hubiera abandonado una carrera brillante en el deporte comercial para dedicarse a divertir a los niños. Atrás habían quedado los millones, las modelos, el jet privado, el clamor de las masas en los estadios, la corte de sumisos y apesebrados, la gente servil en cualquier parte.
Todo cambió aquella noche, en un programa de máxima audiencia. Explicaba, ante un tablero, en qué había consistido una jugada maestra de su último partido, cuando sintió un mareo. ¿Cómo se atrevía su cuerpo a jugarle esa mala pasada? Si era una maravilla, todo el mundo lo decía. Con esos abdominales tan bien definidos y esa piel tan morena y tan perfecta.
Pues se la jugó. Cayó redondo sobre la tarima hueca del decorado. El público del plató pensaba, boquiabierto, que había escenificado una de sus famosas patadas voladoras. Pero cuando vieron que no se movía y que empezaban a humedecérsele los pantalones por la zona de la entrepierna, cundió el pánico.
Volvió en sí, en el hospital, y enseguida decidió que iba a cambiar de vida. Todo había sido falso, banal. No había podido llegar a superhombre, ni siendo de Bilbao. Y ahora el planeta entero lo sabía.
Lo dejaría todo. Sólo conservaría un balón y con él se dedicaría a hacer el bien, tirado por las calles, sin importarle los abdominales. Y qué mejor manera que hacer reír a un niño. Como un santo. Un santo del balón. Un santo sin fronteras.
Claro que… hay muchos tipos de risa. Y algunos niños ya habían visto mucha televisión de mayores sin cabeza, de esa barata muy rentable. Y lo que hacían, por tanto, era reírse de él e insultarlo bajito, los cabrones.