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Una fina llovizna cubría el Lower Manhattan cuando Effie Crane cruzo la puerta de su casa en Orchard Street.

Una profunda ira removía sus tripas, aunque no se notaba en su cara de anciana sorprendida y desorientada.

Una ira tan grande como aquella que la acompañaba cuando era pequeña, en el gris pueblo pesquero de la isla de Lewis donde vivía. Al igual que entonces, la misma y eterna fina llovizna se llevaba las lágrimas de su cara.

En aquellos grises días, tomó su más importante decisión al subirse al viejo barco de vapor rumbo a la lejana América. Su mejor amiga Mary Anne MacLeod la acompañaba. Juntas de la mano huían de la pobreza y las lágrimas, con el estigma del inmigrante: el destierro.

Tomadas de la mano bajaron en la isla de Ellis y de allí marcharon al viejo barrio que las vio crecer y al que nunca abandonaron. La pobreza poco a poco fue quedando atrás, no sin una lucha dura, diaria y constante. Soportando juntas los caprichos y gritos de las “señoras de la casa” donde como asistentas se ganaban el dinero para sobrevivir.

Se casaron casi al mismo tiempo y casi al mismo tiempo fueron dejando atrás el duro trabajo y las lágrimas.

Tuvieron hijos juntas, Mary Anne un niño y ella una niña. Los criaron, cuidaron sus sueños y prepararon sus comidas. La pequeña era un encanto, tranquila y generosa, él justo lo opuesto. Un maldito bastardo.

Desde pequeño manejaba las teclas para conseguir enojarla y hacerla rabiar, aún hoy lo sigue consiguiendo y esto la llena de ira y de aquellas viejas lágrimas.

Mentiras, malas artes, pequeños robos que la enfurecían y le hacían gritar ¡basta ya, déjalo ya!

– Donald, maldito bastardo deja de mentir y robarme…    las galletas para mi hija-

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