A pesar de sus esfuerzos para parecer neutral, como debe ser todo buen psiquiatra, aquello captó su atención. Lo noté en la expresión de su cara, que cambió casi imperceptiblemente por una milésima de segundo cuando mencioné mis sueños sobre el mar. La mayoría de las personas no lo hubiera notado pero yo no soy la mayoría de las personas. Yo soy yo. El que pasó horas y horas de su infancia mirando a la mujer que leía.
No sabría decir cuántas horas, casi todos los veranos que pasé en el pueblo de mis padres. Mientras los demás niños jugaban y se bañaban, yo simplemente fingía hacer un castillo de arena mientras la miraba. Ella se sentaba con su libro y leía. Y yo la observaba e intentaba imaginar la historia que la mantenía así, aislada de todo lo demás. Aprendí a interpretar cada gesto, cada pequeño cambio de postura, cada ligero estremecimiento. Y todos esos detalles aparentemente sin importancia me ayudaban a construir en mi imaginación la historia que ella, suponía yo, estaba leyendo en su libro.
Por eso yo detecto lo que otros no detectan. Por eso yo padezco esta enfermiza obsesión por observar a los demás. Por eso mi imaginación construye de la nada la información que me falta para comprender el mundo.
Por eso, escriba o no escriba, soy escritor.
Todo empezó allí, con la mujer que leía, y allí regresa cada noche, cuando sueño que me ahogo en el mar y me despierto sin aire y sólo puedo calmarme imaginando historias.
Por eso, escriba o no escriba, soy escritor.