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La abuela insistió en ir a una residencia. Durante toda su vida había sido una mujer muy independiente, y cuando el abuelo murió decidió que las paredes de la casa no la iban a carcomer: continuos viajes, cafés con amigas y actividades culturales variadas  llenaban su tiempo.

Pero el día menos pensado la máquina empieza a fallarnos, nuestra vida se va limitando… y claro, la abuela no iba a ser una excepción.

Afortunadamente, siendo tan sociable, no tardó en convertirse en el alma del lugar. Y en el transcurrir de los días, sin darse cuenta fue intimando con Amelia, otra alegre y animosa ancianita: largas conversaciones, risas y ligeros roces despertaron en ella algo inesperado, deseos y sensaciones que nunca había sentido con tal intensidad hacia su ya difunto esposo.

Pero cómo encajarlo, a su edad? Brote de senilidad, desvarío? Qué demonios le estaba pasando? Por otro lado se preguntaba si sería recíproco.

Un día que nos tocaba visita, ni rastro de ella. Ni de Amelia. ¿Habría la abuela decidido vivir la última locura de su vida?

En su mesilla de noche una nota decía: “Queridos míos, la felicidad ha llamado a mi puerta y no he querido negarme a ella. Espero que algún día podáis llegar a entenderlo».

Firmado: la abuela que quiso cruzar la acera.

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