
– ¿Dónde estará? –preguntó la anciana.
El frenesí del mercado barría la ciudad de punta a punta. Se notaba en el aire: algo extraordinario iba a ocurrir.
El olor a gasolina se mezclaba con los fuegos artificiales que daban la bienvenida al rey. Doña Leticia le acompañaba con su séquito de guardaespaldas.
– Abuela, ¿lo has encontrado ya? –pregunté mientras travesábamos la calle de las floristerías.
– No, Susana.
– ¡Se hace tarde!
– Lo sé, cariño.
Había extraviado un pañuelo bordado por mi madre, meses antes de morir. Era un recuerdo de gran valor sentimental que llevaba siempre en el bolsillo interior de su chaqueta. Al atravesar la calle de los puestos de ropa de segunda mano lo descubrí tirado en el suelo, a los pies de Doña Leticia.
– ¡Está allí! –exclamé.
Mi abuela se agachó a recogerlo y al levantarse se encontró de frente con los ojos de la reina.
– Qué hermoso detalle –dijo ésta tomando el pañuelo de sus manos paralizadas por la confusión-. ¡A Leonor le encantará!
Mi madre se llamaba así. Y también era mi segundo nombre. Por eso el pañuelo lo llevaba bordado.
Incapaz de contrariar a aquel busto televisivo mi abuela solo acertó a dejar ir la herencia irremplazable mientras Doña Leticia sonreía con una máscara de estudiada cortesía real.
Abatida, mi abuela regresó con gesto adusto a casa y le contó a mi abuelo lo ocurrido.
– No te angusties, mujer –dijo este-. A fin de cuentas siempre fue el pañuelo de una princesa.