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Eileen se miró al espejo complacida. Ese rojo de labios la transportaba irremediablemente años atrás, cuando tenía el mundo entero a sus pies y los hombres más poderosos de todos los ámbitos la querían en su cama, aunque los elegidos eran pocos. Aquello fue hace mucho, cuando rondaba la veintena, y casi parecía un relato sacado de una mente que muchos creían que fallaba con la edad, pero que seguía sorprendentemente lúcida a sus más de noventa años. Era toda una suerte para alguien que había vivido tanto y tan intensamente como ella. Escrutó una vez más su rostro adornado por el lápiz labial antes de retirarlo con pena. Qué hermosa había sido, y aún lo era, aunque del modo sosegado en que puede serlo quien ha visto lo más opulento y lo más sencillo en toda una larga vida.

 

No lo echaba de menos. A veces se sorprendía recordando los estrenos, los vestidos o las joyas, pero entonces también recordaba los dos niños que nunca fueron y que desde entonces le dolían. Y los ansiolíticos. Algunos amigos cercanos le advirtieron que los dejara mientras pudiera; al menos ellos tenían un interés genuino en su bienestar, no como la prensa, aquellos buitres. Le había costado sangre, sudor y lágrimas, pero salió adelante como siempre lo hacía. Quién sabe lo que habría sido de ella de no haberlo logrado. Otra vez nombre nuevo y vida nueva, una vida sencilla y apartada, la que había llevado durante las últimas décadas.

 

Guardó la barra de labios en una de esas latas que se reutilizan al acabarse las galletas antes de ver de nuevo su rostro sin gota de maquillaje en el reflejo del tocador. Las dos Norma Jean y Marilyn hacía mucho que habían quedado atrás. Eileen era una superviviente ante todo.

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