Estoy sentada en la mesa de la cocina, frente al ipad y junto a una lata de cerveza, con el olor a salitre penetrando por los poros de la casa. La encorvada espalda de mi madre mientras limpia el pescado me parece más grande y luminosa que cualquiera de los amaneceres que cada día veo desde la orilla.

Hoy dejè muy temprano de la playa, mucho antes de lo habitual, suelo bajar con el alba, para despertar el mar, como dice mama , y regreso rozando el final de la mañana, a escuchar sus ollas y sartenes repicando en los últimos hervores, y veo amor hecho comida, la mezcla de olores me atiza, inundándome la boca de saliva.

Ella no lo sabe, pero he vuelto al pueblo a morir, como esos elefantes que recorren kilometros de estéril sabana, para yacer junto a los restos de los suyos.

No quiero explicar nada, ni sentir más dolor que el propio de mi cuerpo cuando toque, tan solo aprovechar los últimos rayos de paz que ella me devuelve, feliz de tenerme cerca, sin exigir, sin preguntar porqué esos años sin volver, sin inquerir ninguna otra respuesta que no sea estar y darse. Eso pienso mientras la miro, ella sigue cocinando y hablando de cosas propias de un pueblo de pescadores. La miro y me parece grande, muy grande, y sin poder predecirlo la llamo y al girarse hacia mi le digo que la quiero con una sinceridad tan honda que nace de la propia hondura de la tierra. Mi madre no dice nada, vuelve su cuerpo nuevamente y continua la tarea. El temblor de sus hombros mientras llora me confiesa su pena, aun no sé cómo ella siempre lo sabe todo. Mas adelante le diré que quiero que echen mis cenizas al mar, ahora simplemente me levanto y busco su abrazo.

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