Imagen de categoría

 

Hoy la he visto al otro lado del escaparate. En el brazo lucía la rosa que se tatuó después de divorciarnos. Por lo que sé ahora es feliz, lo que me alegra, aunque una afilada ráfaga de melancolía se cruzó ante mis ojos.

Siempre quisimos un bebé. Lo buscamos por todas partes, a todas horas, pero no se quedaba embarazada. Probamos a reservarnos para el momento más propicio, tampoco funcionó. Pasaron los años. El fracaso, ese sádico revés que subyace del anhelo, fue para nuestra relación como un cuchillo para la carne. Apenas podíamos dirigirnos tres palabras seguidas sin que los reproches se desbocasen. Entonces, una amiga que trabaja en un hospital, nos propuso hacernos unas pruebas. Y eso hicimos. Una semana después recibí los resultados. Ella era estéril. Mi mundo se desparramó por el parqué. ¿Cómo le daría la peor noticia que nadie jamás podría darle?

Si le decía la verdad, le haría totalmente desgraciada. La conozco lo suficiente como para saber que su sentimiento de culpa la martirizaría de por vida. Podía contarle una mentira piadosa, asegurándole que el estéril era yo. No me lo reprocharía nunca, al contrario, me daría todo su cariño para aliviar mi herida fingida. Pero siempre he creído que toda mentira acaba saliendo a la luz, y ella no me hubiese perdonado ese engaño.

No sabía qué hacer, no sabía cómo acertar, hasta que di con la tercera respuesta. La insultaría, la humillaría, le diría que había sido una pérdida de tiempo haber estado tantos años acompañando un vientre seco, un cascarón vacío e inútil. Y eso hice. La vejé de tal forma, que en su corazón solo tuvo sitio para odiarme. Puedo soportar que dirija su odio hacia mí, pero soy incapaz de presenciar cómo se odia a sí misma.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *