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Su pelo blanco y el lento progreso de sus pasos destacan entre los transeúntes. Casi todos visten de negro y cubren sus cabezas con gorros y sombreros oscuros. La mayoría la esquiva, pasando por su lado como una exhalación. Parecen sombras, oscuras y tenebrosas que, sin embargo, no la perturban. Con el abrigo bien abrochado y las manos en los bolsillos, camina absorta en sus pensamientos. Sus pasos, cortos pero seguros, la dirigen calle abajo. Parece ir recitando algo entre dientes. Mueve los labios, los frunce y esboza sonrisas fugaces. Mantiene la mirada fija en el suelo, quizás para asegurar sus pasos y cerciorarse de que ningún obstáculo se interpone en su camino.

De pronto, al llegar a una esquina da un respingo. Retrocede un poco hasta situarse a la altura del paso de cebra por el que cruza la calle. Al otro lado, un pequeño parque. Se dirige a uno de los bancos, con la misma decisión con la que ha bajado la calle. Se sienta y cruza las manos sobre el regazo. Sigue murmurando y empieza a mover un pie de forma nerviosa, dando golpecitos con la punta del zapato sobre el suelo.

Por el mismo paso de cebra por el que ella ha cruzado unos minutos atrás, hace lo propio un joven vestido de blanco. Prendida de su pijama una plaquita reza: «Jorge López, celador».

—Ay, Manuela, es la última vez que te me escapas —le dice mientras la toma del brazo.

—Llegas tarde, querido —contesta ella ceremoniosa mientras lo mira fijamente—. Mucho trabajo da esa bendita película.

Jorge suspira y espera a que ella termine de levantarse. A pesar de su aspecto desaliñado, los ojos de Manuela solo ven a Humphrey Bogart cuando el celador, como cada tarde, la rescata en el mismo pequeño parque.

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