
Sí podemos, sin duda, afirmar que apenas hubo sol y muy pocos días azules en su infancia. Más difícil es de averiguar en qué momento preciso pasó de ser considerada una ‘ciudadana normal’, mujer madura aún guapa, de edad indeterminada y con aire de eterna adolescente, a parecer casi una anciana, con apariencia bastante mayor a su edad; por su aspecto cualquiera a primera vista podría, asegurar que era una mujer enferma, sin rumbo fijo y sin hogar. No hubo estados intermedios. Aunque andaba con paso firme y rápido, iba siempre con la cabeza agachada, metida en su caparazón, mostrándose ajena a todo lo exterior. Así iba por la calle, vistiendo ropas que en tiempos debieron ser lujosas, pero que para nada se adaptaban a su talla ni mucho menos al clima que había en la ciudad. Y no es que fueran sólo sus ropas, ni su olor o su pelo, era màs que nada su mirada lo que delataba a gritos su precaria condición social. Su sola presencia era enteramente un símbolo de absoluta soledad.
En los servicios sociales de distintos barrios y parroquias, con tantas personas sin techo registradas, se intenta que algunas puedan llegar a reinsertarse en la sociedad. Ella también figuraba en las listas, con su nombre y apellidos, pero en todos los listados, en el apartado de observaciones y sin precisar los motivos, figuraba como desahuciada, imposible de rehabilitar.
También se tenía constancia de que había trabajado en Francia, que había regentado una portería en una finca de lujo en el Boulevard Hausmann de París, casa en la que había vivido años atrás Marcel Proust.
Murió sola en un hospital de Madrid, recién cumplidos los 63 años. Alquien la encontró una tarde caída casi inconsciente a la entrada de un supermercado; no se le llegó a reconocer enfermedad alguna, tan sólo un gran enfriamiento en los riñones. Le pusieron un tratamiento al que su cuerpo no respondió. Con mucha angustia, sus últimas palabras fueron: me meo, me meo.