Como cada mañana, Isabel, toalla y libro en mano, bajaba los cuatro escalones que daban a la playa. En los dos meses que llevaba en el pueblo ya lo había convertido en un ritual. Con paso firme, se aproximaba a la orilla, dispuesta a fingir que leía mientras pensaba en todo lo que había dejado atrás. Hacía unos meses, tras darse cuenta de que todo en su día a día la frustraba y la aislaba de sí misma, había decidido poner tierra de por medio, pensando que esa decisión la iba a liberar de su carga.

Aquel día, después de un rato con la vista clavada en su libro, la voz de una niña interrumpió su lectura:

– Hola, ¿qué estás leyendo?

– ¿Quieres leerlo tú?- contestó Isabel, alzando su mirada hacia la pequeña.

– Yo no sé leer todavía, pero me sé todas las letras – contestó la niña entusiasmada. Luego, señaló una palabra del libro. Isabel se la leyó y continuó hasta terminar la frase: “No teniendo nada, lo tengo todo.”

Ambas se miraron en silencio, tratando de entender lo que significaba lo que acababan de escuchar. Entonces, la niña, con voz pausada, dijo:

-Una vez mi mamá se olvidó los juguetes en casa cuando vinimos a la playa. Mi hermano se pasó toda la tarde llorando, pero yo ¿sabes lo que hice? Me puse a jugar con mis deditos de los pies en la arena. A partir de ese día ya no me aburro nunca si me olvido mis juguetes. En mi casa, en la playa o en la calle, la diversión va siempre conmigo.

En ese instante, viendo cómo la niña se alejaba salpicando con sus pies en el agua, Isabel se dio cuenta de que había estado vagando en busca de algo que solo podía encontrar en sí misma. “Ojalá hubiera sido tan lista como tú”, pensó, mientras dejaba escapar una sonrisa.

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