Querida Aurora:

Ayer vi a tu madre en la cola del supermercado. He de confesarte que no estaba ni triste ni enfadada, sí algo risueña, pero, sobre todo, muy pero que muy hermosa; a pesar de sus años, a pesar del accidente… Me reconoció al instante y, sin moverse, blandió una espléndida sonrisa para saludarme. Yo, también muy quieto, le devolví el saludo, sin importarme que la gente pensase que era algún tipo de loco.

Sostenía entre las manos un conjunto de frasquitos de diferentes colores; parecían especias. Eran demasiados para sus cansadas manos y me asusté pensando en la idea de que se le cayeran al suelo y entonces, avergonzada, volviera a marcharse. Pero no ocurrió así: los aferró con fuerza y me dio la impresión de que aquellos frascos contenían un mensaje muy importante. La miré mucho, como si no entendiera qué hacía ella allí, tan tranquila. Me sentí ridículo ante su entereza. Sabes de lo que te hablo, ¿verdad?… Ya conoces ese don: el de hacer suyo todo lo que la rodea. De modo que me quedé clavado en el sitio, no por el miedo, no —que es lo normal en estos casos—, sino por ella, por su integridad, su saber estar, su mundo… Ese que siempre lleva arrastras.

Pero ella, en aquel momento, en aquella cola, lo tenía claro: quería decirme algo. Fue una lástima que me girara un momento porque, al volverme, ya se había marchado.

Hoy por fin he abierto las bolsas del supermercado y… Bueno, he encontrado sus frascos de especias, su mensaje… ¿Recuerdas lo que decía siempre?: «Sal para la vida, canela para el amor, pimienta para los besos y azúcar para el dolor»

Algún día podríamos ir a las vías del tren y esparcirlas juntos, allí donde ella decidió que su vida ya no saborearía más especias. ¿Te apetece?

Con amor, canela y sal,

Enrique

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