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Sólo se veían unos cuantos días al año, cuando él regresaba al pueblo después de viajar por todo el mundo. Le gustaba cambiar a menudo de apariencia, así que la vuelta a casa suponía siempre una novedad.

En Otoño y Primavera, al verse, se convertían en uno sólo. Inseparables hasta debajo del agua. Ella, agarrada a su brazo, como si temiese perderle a cada instante. Y es que, durante el tiempo en compañía, a veces desaparecía. Se despistaba hablando con alguien, antiguos conocidos del lugar, se ensimismaba contemplando el paisaje dada su tendencia introspectiva, o se quedaba dormido de pie y pasaba inadvertido hasta para la acompañante.

En estos casos, lo normal es que no se reencontrasen hasta pasadas las horas, a veces los días y, en el peor de los supuestos, transcurrido el año. Al principio, ella le buscaba por todos los lugares donde habían pasado. Sabía de su confiabilidad y temía que en una de éstas algún indeseable lo hubiese retenido contra su voluntad. Denunciar su desaparición, teniendo en cuenta la peculiar personalidad de su amigo, era ridículo. El enojo y la impotencia que estos hechos provocaban en su ánimo, no hacían sino prometerse a sí misma prescindir de él para siempre. Finalmente, a causa de la presión social, volvía a acogerle en su casa. Una mujer, según sus parientes femeninas, debía tener siempre un compañero como ése, que le proporcionase seguridad y protección en la vida, sobre todo en los momentos más grises.

Rompió con él, pese a las críticas. Había empezado a salir con un chubasquero.

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