En la tribu de los Kidogo, la sombra proyectada por los hombres era menos níti-da y más transparente a medida que avanzaba su edad. El más anciano del clan no tenía sombra, y era creencia popular que, en su ejercicio de tonsurado chamán, goza-ba incluso del privilegio de tornarse todo él invisible a voluntad.

Tan inadvertida forma le servía para velar por el buen cumplimiento de los pre-ceptos sagrados y, puesto que en todo instante nadie en la comunidad se sentía com-pletamente seguro de su ausencia ni enteramente libre de su presencia, resultaba in-necesaria la aplicación castigos por indisciplina, dado que ésta rara vez tenía lugar.

Edward H. Smedley, por el contrario, era un forastero. Ignorante de costumbres locales y morales universales, había deshonrado a la hija menor del chamán, y ahora todos los ojos de la tribu se posaban en su rostro, teñido con la pintura azul de la vergüenza. “Los ancestros se ocuparán”, murmuraban los nativos en su lengua.

Aquel geógrafo de la British Society se tenía por un hombre de ciencia, por lo que inicialmente despreció la mitología que parecía envolver su sentencia. Estaba más contrariado por ese tinte indeleble que era incapaz de borrarse de la cara.

Con el paso de los días, sin embargo, comenzó a sentirse más intranquilo. Le pa-recía como si los ojos de la tribu siguieran observándole, aun cuando anduviese por parajes aislados y en aparente soledad.

La inquietud dio paso al desvelo, y éste se transformó en obsesión. Allí donde miraba creía detectar amenazantes movimientos furtivos, para seguidamente consta-tar que nada sino las sombras del bosque habían podido ser causa de sus alucinacio-nes.

Años más tarde, una segunda expedición encontró el cadáver de Smedley. Sólo su cabeza azul, en realidad, pues el resto del cuerpo había desaparecido… Como los Kidogo.

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