Querido Juan:

Ayer vi a tu madre en la cola del supermercado. La reconocí por ese lunar rojizo que descubrí en su nuca una de aquellas tardes de merienda en tu casa. Ella siempre estaba ahí. Recuerdo su silueta bajo el dintel de la puerta, como un jarrón chino en fondo oscuro, con su melena negra hasta el cuello.

Nunca fui bueno para orientarme, ya sabes; así que me veo aquí, entre árboles y arbustos, con la llave inglesa de mi coche en la mano, junto a una vía de tren abandonada, sin saber su nombre.

¿Recuerdas a Rebeca?. Nunca quise reconocértelo pero era la más guapa del instituto. No olvido el día en que tu madre te prohibió verla. Dijo que vestía como un cuervo. Menos mal. Fue penosa su muerte, tirada en la calle, inconsciente y borracha. Tu madre me la recordó cuando te graduaste. Vestida del mismo negro parecía un cisne, con aquellos ojos azules gigantescos, buscándote inquieta. En mi casa nadie estudió.

Esta mañana dio un respingo cuando toqué su hombro, pero al reconocerme pude verle una sonrisa, como nube de paso, que se quebró al instante. Hablamos de muchas cosas mientras la llevé en mi coche a casa. Primero rehusó mi ofrecimiento con cierto pudor, pero aceptó finalmente. Ha sido agradable.

Ojalá pudieras sentir el calor asfixiante de este lugar. Desde hoy tú yo correremos con igual ventaja. Parece que ahora se levanta el aire, porque veo revolotear sobre la vía el cabello negro. Huelo a sangre; la misma que cubre un lunar rojizo en el centro de su nuca. Ya no dice nada; pero sus ojos siguen abiertos como lunas llenas; inmóviles, brillantes y azules.

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