Hay un río donde el agua fluye negra. Sin embargo, a los pies de un escarpado muro de piedra, el agua no fluye. Y además, aquí, este agua estancada, es azul.

Cuando era pequeño mi abuelo me contó que, cuando él tenía mi edad, un amigo suyo se sumergió en este celeste y silencioso lugar. Se ahogó. Pero lo más inquietante de esta historia no fue la muerte del niño, sino que mi abuelo la concluyó diciendo: “Fue mejor así”.

A día de hoy sigo sin comprender qué quería decir con semejante sentencia.

Lógicamente, me prohibieron acercarme al lugar. Sin embargo, lógicamente también, en cuanto tuve ocasión, después de ocultarme de miradas adultas, me adentré en el azul prohibido. El agua estaba quieta. Más que densa, era plomiza. Fui engullido apenas sin darme cuenta. Mis ojos no veían. Mi boca se abrió, forzada por algo. Pude sentirlo. Entrando. Muy dentro. Angustia. Ausencia total de aire. Me ahogaba. Recuerdo el pánico. Era el miedo a la muerte. Y después, nada.

Abrí los ojos. Estaba en la orilla del río. Noté que algo extraño se desplazaba dentro de mi pecho. No lo hablé con nadie, fingí que no había pasado nada. Casi llegué a creerme mi propia mentira, pero en el fondo sabía que “lo extraño” me controlaba. Estaba poseído.

Un día, “lo extraño” escapó de mi cuerpo. Tras de sí solo quedó un hueco, hueco que fue ocupado por una pesada carga. Me sentía responsable de que ahora andase por ahí, fuera de control. Solo yo sabía hasta qué punto era peligroso.

Hace poco fui padre. Así que necesito entender la sentencia de mi abuelo. Porque, aunque me esfuerce en evitarlo, mi hijo se sumergirá en el río oscuro, y se ocultará de mi mirada para adentrarse en el agua azul.

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