El semáforo cambió de azul a verde. Ella arrancó para tomar la última curva y entró al módulo central del Instituto de investigación aplicada. Eran las 4 de la mañana y ninguna ventana tenía luz.
45 minutos antes un mensaje de dos frases la había despertado:
«Ven ahora. Lo he descrifrado.».
El director del departamento había empezado a tener un comportamiento cada vez más obsesivo y cerrado desde hacía varias semanas. De hecho, por su aspecto desaliñado, sospechaba que dormía en el laboratorio, si es que acaso dormía.
A esas horas todos los pasillos estaban a oscuras y las luces se encendían a su paso, para apagarse inmediatamente después.
Al llegar al laboratorio abrió con su tarjeta de identificación. Percibió un leve olor dulzón, como el de metal húmedo oxidado. La puerta a la sala principal estaba cerrada pero la luz se filtraba desde el otro lado. Al entrar el olor la golpeó con más intensidad y vio que las asépticas paredes blancas estaban salpicadas de pintura azul, especialmente allí donde el director se encontraba, con su bata ahora más azul que blanca. Pero lo que le paró la respiración fue mirar su cara manchada y ver las cuencas vacías de sus ojos. En sus manos, chorreando pintura, sostenía sus propios globos oculares.
“¡¡Puedo ver!!¡Ahora te veo!” repetía histéricamente entre carcajadas mirándola desde su oscuridad.
Su corazón y su estómago saltaron en su interior impulsándola para huir pero se congeló al darse cuenta del cambio que acababa de percibir.
Ahora, por primera vez en su vida como daltónica, veía el azul como el rojo que tenía que ser, tal como lo veían las demás personas, con toda su crudeza, intensidad y brillo.
Y, por algún motivo, eso la aterrorizó más aún que las cuencas vacías del ser que tenía delante.