
– Te amo.
– Soy holandés.
– Si no dejas de interrumpirme no llegaremos muy lejos. ¿Y esos tres gatos?
– Siniestro, tortura, y muerte. Me acompañan a todas partes. Tuve que pedir un permiso especial al capitán para subirlos a bordo.
Dentro del camarote, Beatriz sentía que le faltaba el aire.
– Vamos a dar una vuelta por cubierta, Johan. Tengo que explicarte por qué no he amado a nadie como a ti.
– Igual es que no lo has probado. Quizás luego te encante amar a otro.
– Estás loco de atar. Por eso te amo.
Fuera hacía frío. Pero a Beatriz le gustaba tanto contemplar las chimeneas del trasatlántico recortadas contra el cielo que no le importó.
– ¿Esta lloviendo? -Johan estiró la mano por encima de la barandilla de estribor-. ¿Te has fijado?
– Cuando lleguemos a Nueva York nos casaremos.
– Pero si eres alérgica a los gatos.
– Me da igual.
El holandés respiró hondo bajo la llovizna que comenzaba a ser intensa.
– Será mejor que volvamos dentro.
– ¡No, si antes no me aceptas como esposa! A pesar de que seas holandés, de tus gatos, de la pobreza, y todas esas razones de pelmazo que me das.
– Esta bien, nos casaremos. Perdóname por mi reticencia, Beatriz. Es que algo me dice que lo nuestro es imposible. A pesar de que yo también te amo.
Antes de abandonar la cubierta, se cruzaron con tres marineros de guardia.
– ¿Y dices que Jack mandó callar al telegrafista del Californian? -decía uno.
– ¡Le dijo que se metiera los avisos de icebergs por…!
– ¡Este Jack, siempre igual! ¡Me imagino su cara!
Se echaron a reír.
Y luego miraron hacia el océano. Sin saberlo, miraron hacia la muerte.
FIN