Acariciaba su propio rostro mientras sonreía y caminaba por el pasillo. Sentía cómo la sangre goteaba sobre su barbilla y caía como una pequeña cascada sobre sus senos y su vientre. No recordaba por qué estaba desnuda. Entró en la habitación y se miró en el espejo: su rostro estaba ya cubierto de sangre y las finas gotas caían y formaban remansos junto a sus pies. En un momento de lucidez se preguntó dónde estaría él ahora. Sonriendo con su recuerdo, posó una mano sobre su vientre.

– Vamos a buscar a papá…

De nuevo en el pasillo, sonreía pensando que lo encontraría en la habitación que ya habían reservado para su bebé. Habían decidido pintarla de azul. Cuando entró, sonrió mirando aquel color que era tan alegre cuando el sol se reflejaba en las paredes. De nuevo, su sonrisa se abrió cuando le vio tumbado sobre el suelo de madera en esa habitación a medio pintar. Parecía dormido. Se acercó a él, temía despertarle. Acarició sus mejillas mientras se inclinaba y juntaba su cuerpo con el suyo. Pasó su brazo por encima del pecho. Sintió la espesura de la sangre.

– No, no me gusta el rojo. A mamá no le gusta…

Se levantó y abrió la tapa de un pesado bote de pintura. Hundió por completo una de sus manos y la llevó hasta el pecho de él. Derramó la pintura en torno a la afilada hoja del cuchillo clavado en su corazón, y el azul de las paredes y el rojo de la sangre se fundieron en un solo color. Pasó la mano por su rostro mientras no dejaba de sonreír. Se tumbó de nuevo junto a su cuerpo y una mano sobre el vientre sintió la nueva vida que crecía en su interior.

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