Siempre que bajo al trastero encuentro a la misma muñeca. Con su pelo de lana amarilla, sus grandes ojos saltones y un vestido de cuadros de tela de mercadillo. No es gran cosa, de trapo, feucha y pequeñita, pero muy tierna. Recuerdo las riñas de mi madre porque era mi preferida pudiendo elegir otras mejores, pero yo lo tenía claro.

ONY, como se llama, es especial. No juzga a las personas por su apariencia, ni es celosa si juego a otras cosas, tiene además mucha personalidad y es autosuficiente. Como no es conocida, no tiene trajes para cambiarla ni accesorios con qué adornarla. Siempre es ella misma. Todo corazón.

Mi padre la menospreciaba y a mi hermano le parecía diabólica. Un día le vi queriendo verle sus partes y hacer guarradas con ella. Al protegerla me la quitó y la escondió para poder “jugar” a su antojo con ella.

¡Y aquel día que vino mi primo! Se encerraron en mi cuarto y empezaron a zarandearla y a burlarse de lo fea que era. Cuanto más gritaba, más la pegaban. Acabó en el suelo, sin rechistar y sin atisbo de resentimiento, ni dolor.  Nunca perdía la sonrisa.

Aún recuerdo las noches que pasé abrazarla a ella, apaciguaba los gritos y las palizas de mi padre. Era mi refugio, la acompañante de mis viajes interestelares por la fantasía de mi imaginación. La protagonista de un cuento de príncipes y princesas a la que siempre le contaba el mismo sueño. Un mundo dónde ser diferente no fuera una condena.

De repente, un ruido me despertó.

Era mi compañera de habitación. Vivía en una residencia de ancianos.

Me había vuelto a quedar dormida como siempre, igual que cuando era niña, encogida, con la cadera en guardia para apaciguar los golpes y abrazada a mí para protegerme de tanta soledad.

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