El primer síntoma son unas bellas y microscópicas chispas azules detrás de los párpados. Casi nadie se da cuenta en esa primera fase; son tan diminutas que fácilmente pasan desapercibidas. Aun así, cuando aparecen ya estás muerto y nada puede salvarte. El cuadro se desarrolla rápidamente. Enseguida vienen las fiebres y bubones. En cuestión de horas tumores crecen y proliferan por todo el cuerpo en los tejidos blandos, con especial virulencia en el cerebro, en tal escala y con tal fuerza que acaban por reventar las cuencas de los ojos y los tímpanos, expulsando litros de plástico azul, licuado a increíbles temperaturas. A esas alturas hace ya horas que la víctima ha enloquecido de dolor y de terror. El proceso es fulminante y de momento – ¡apenas han pasado unas semanas! – solo hemos sido capaces de describirlo, sin hallar explicaciones ni remedios. Tampoco es probable que lleguemos a encontrarlos. Todo es ya ruido, confusión y violencia, demasiado grotesco para poder razonar. La mutación molecular se manifiesta muy deprisa y nos está matando por millones. Estamos destruidos y también nuestra capacidad de organizarnos. Es extraña la desesperanza. Escribo esto escondido bajo una mesa, encerrado en el laboratorio, sin ningún propósito más allá de ocupar estos pocos minutos antes de volverme loco y de morir. Me han saludado los destellos implacables, sé demasiado bien lo que significan. Pronto mi cerebro mutado en plástico reventará en borbotones hirvientes y se solidificará en pulidas formas esféricas sobre estas notas y habrá acabado todo. ¿Es posible que sea así el final de la humanidad? Daría un nuevo sentido a la expresión “planeta azul”, convertido en vertedero para miles de millones de pequeñas esculturas abstractas, todas similares, sólo basura de puro, hermosísimo azul. ¿Quedará alguien para apreciar la ironía? No lo sabré nunca.