Querída Andrea:
Ayer vi a tu madre en la cola del supermercado. La señora Marta que tantos bocadillos de Nocilla me había llevado a la salida de la academia. Cedi mi puesto y fui a saludarla. Cuando me vió, sentí que su mirada me acogia en el mejor de los abrazos. Sus ojos azules y acuosos se iluminaron, se abrieron un poquito más y en sus labios pequeños una sonrrisa me hizo sentir una ternura extraordinaria.
Me dijo que estaba bien, que tú estabas muy pendiente y venías a verla siempre que podías. Que tu hijo Marcos hizo un curso y estuvo con ella tres meses, que está muy guapo, muy mayor.
Quise ayudarla y levante una cesta en la que asomaban unas bananas “Chiquita Brands”. No era la suya.
Salimos y ví a Brandy. Sujetaba su correa un chico africano. Tu madre abrió el monedero y le dio un euro. Me miró. “Todos tenemos que vivir, hijo”, me dijo como excusándose por gastar su pobre pensión (¡con lo que trabajó tu padre!, y tu abuelo ¡obrero defensor de los obreros que se dejaban la vida en las vías por un misero jornal!).
Con mi bicicleta en una mano y las bolsas en la otra la acompañé hasta el portal. Deseé ser un pulpo o cualquier insecto patudo para tener mas extremidades. Necesitaba tocarla, porque estar a su lado era estar un poco con Mateo.
Las bananas me llevaron diez años atrás a las vías del tren en las plantaciones de de Santa Marta, Colombia. Ya sabes, con Amnistía Internacional, acudimos para ayudar a cambiar las condiciones de los trabajadores y el impacto medioambiental y descubrimos algo aún más terrible: la financiación de los paramilitares por la dichosa “Chiquita Brands”. “Todos tenemos que vivir”, pero mi amigo, tu hermano, hace años que no.
Tenía que contártelo.
Te quiere: Javier.