Querida patrona:

Ayer vi a tú madre en la cola del supermercado.

Enseguida supe que era ella, tal como la describiste en aquella pequeña nota que incluiste dentro de tu generoso regalo. Aún la atesoro.

Apareciste en el momento justo. Atravesar México, encima de aquel tren de carga para cruzar a los Estados Unidos, ha sido lo más horroroso, difícil y triste que he vivido en toda mi vida. Pero lo he conseguido, y en gran parte te lo debo a ti.

Se corría la voz cuando nos acercábamos a Veracruz. Un nicaragüense que lo intentaba por tercera vez me lo confirmó. En mi vagón éramos más de 60 personas, gracias a Dios muy pocas eran mujeres. Si a nosotros nos va remal, a ellas dicen que las ve peor. Además de estar cuidándose las espaldas para que no te roben lo poco que traes, o no te arrojen del tren por la noche para quedarse con tu comida, ellas también tienen que cuidarse de que no las violen.

Un paisano hondureño nos empezó a organizar. Tendríamos que prepararnos en cuanto terminaran los enormes platanares de los laterales de las vías. Había que ponerse muy listos y bajar desde el techo hasta las uniones de los vagones, y así estar más cerca del suelo antes que los demás. De repente, un montón de patronas como tú, humildes como nosotros, aparecieron junto al tren, arrimándonos a toda prisa bolsas con comida y agua para ayudarnos a sobrevivir.

Nos volvíamos locos. Parecíamos moscas intentando recibir la mayor cantidad de comida posible. El tren no paraba y ustedes poco a poco se iban quedado atrás. No solo nos dieron de comer y beber, cuando el tren apenas era el comienzo para llegar a lo verdaderamente difícil. A mi, con tu nota, me diste esperanza, cariño y fe.

Quería que lo supieras, también tu mamá lo logró.

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