– “Ya sabéis que a La Cuca le dan miedo los petardos” Sentenciaba mi madre, y otro año más sin ir a las fallas ¡Por la perra!, ese bicho siniestro de aspecto revuelto, que siempre parecía estar recién salida de un ring de boxeo: despeluchada, encrespada y gruñona. El caso es que ese animal de incalificable aspecto se había convertido en el ojito de derecho de mi madre, ya que, según su criterio, los hijos éramos unos desagradecidos, que a la menor oportunidad saldríamos de casa, y no volveríamos más que a rellenar tuppers, y también decía que el único que la esperaba en la puerta meneando el rabo era La Cuca, y que ya podíamos aprender todos de ella y especialmente mi padre… Como en aquellos años yo era bastante canija esto último tardé en entenderlo. Podréis apreciar que la mami era todo un mix de campechanía y “porque yo lo valgo” al 50%.
A mi padre, Valenciano de pura cepa, el disgusto le costaba un nuevo cólico al riñón, pero nunca se enfrentó a mi madre, así que, durante las fallas, vagaba por el piso como un alma en pena, mientras esperaba la gloriosa llegada del dolor nefrítico, y en una pasiva venganza, el boicot a las tardes de bingo de la doña por su ingreso hospitalario.
Con mi primero sueldo de becaria cumplí mi sueño de ir a las fallas, refregón póstumo al hocico de La Cuca, y al de mi madre conjuntamente. Al oír la primera mascletá mi corazón y mi ansiedad me hicieron saber que esa misma noche regresaría a Madrid, no sin haber ingerido antes una buena cantidad de calmantes para no morir de infarto. Así descubrí mi ligirofobia (miedo a los petardos), y la infinita capacidad de una madre para cachondearse de su hija.