Odio volar. Me aterra. Es un miedo atávico del que no consigo librarme. Por mucho que intente relajarme, las estrecheces de un avión siempre me han parecido el peor de los escenarios para practicar el mindfulness. No sin esfuerzo, llegaría a entender la pasión de pilotar, pero… ¿viajar en clase turista? Uno ha de estar loco para gozar de eso. Sin embargo aquí estoy, a punto de despegar. Abrochado al asiento 13-B, entre un inglés y un francés, como en los albores de un mal chiste. Aquí estoy, por una sola razón.
Odio volar. Me da pánico. Me sobresaltan los ruidos extraños y me da por pensar en todas las cosas que podrían ir mal. Desde que se acabe el papel higiénico de los servicios, hasta que fallen los motores y caigamos en picado sobre el frío océano. Y los pasajeros: todos me parecen sospechosos. Secuestradores en potencia, terroristas sibilinos aguardando el momento oportuno para causar la tragedia. Pero aquí estoy, a 37.000 pies sobre el Atlántico, soportando los ronquidos de la amenaza latente. Aquí estoy, por una sola razón.
Odio volar. Me invade la transcendencia y mi poca fe se tambalea al atravesar turbulencias. Me da por pensar que, si dios se encuentra en todas partes, entonces debe de estar muy diluido, así que confío en él tanto o menos que en la homeopatía. Y sin embargo aquí estoy, a punto de aterrizar, por una sola razón.
Sé que el miedo no ha de ser cárcel de la vida, pues todo avión está a salvo en el hangar, pero esa no es la misión ni el destino de un avión. Lo comprendo ahora que, ya con los pies en la tierra y contigo —tú, mi sola razón— entre mis brazos, por fin disfruto de volar a ras de cielo.