Las hay rubias, tostadas, bien tiradas, mal tiradas, pero como aquélla para aquél, ninguna. Excedente de un néctar divino que el mortal aprovechará si la caridad de Apolo, Dioniso o Ares se relaja. Y la benevolencia de lo sobrenatural aliviará su gaznate acartonado, necesitado de muchos tragos para sentir como propios el paladar, el esófago, la boca. Desearía este sediento de cerveza despertar por un instante de la anestesia que incendia su agonía y que le empujará a cruzar, si el remedio de una jarra no lo impide, el umbral del final de su vida. Tal es el sufrimiento humanamente soportable. Y así, como transportada desde el éter por manos instrumentistas, de liras y pianos, de órganos y oboes, quedará la ambrosía en su continente al arbitrio de otras, temblorosas, suplicantes, torpes, casi inútiles, que lo aprietan, lo bambolean, lo sueltan y derraman su interior, profanándolo, mancillando su pureza con la inmundicia del suelo, la impronta de pisadas contaminadas, los restos de sustancias en descomposición.

Un grito demoníaco apuñalará la boca del desdichado, desgarrará sus cuerdas vocales, morderá su lengua de trapo. La sal del llanto escocerá en las heridas. Y un añico del recipiente, de los muchos repartidos por el piso, empapados en líquido áureo, y con forma de cuchillo, se incrustará en la muñeca izquierda, de lado a lado. Brotará el líquido rojo, abundante. Teñirá el brazo, goteará, apagará al corazón. Acabará con la sed.

Asesino el néctar del averno. Asesinos los que te envían.

 

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