A los nacidos un día de lluvia, los llamaban Bállar. Habían de ser prósperos pescadores.
Pero este Bállar no solo abrió los ojos un día de tormenta, también el sol había oscurecido. Esto no era un signo de buen augurio: el día y la noche se hacían uno y el reino de los muertos y los vivos se tocaban.
Creció como cualquier otro, fuerte y feliz. No tenía ningún interés por aprender. Muy al contrario, sin apenas observar a sus mayores, era capaz de pescar, cazar o encontrar hongos en el bosque.
Jugaba a la guerra y entrenaba con armas que él mismo tallaba en madera. Soñaba con ser un gran guerrero que salvaría a su pueblo de un mal destino.
Cumplidos los dieciséis años, se sintió preparado y buscó al druida de la tribu.
En la orilla del río, un hombre todavía robusto y de largas trenzas lo esperaba.
– Desde el día que naciste sé quién eres. Sabía que un día vendrías por mí.
– No vine a vengar mi muerte, hermano. Sino a llevarte conmigo. La historia será como siempre tuvo que ser.
El trisquel silbó en el aire y los dos hermanos durmieron para siempre al otro lado.