En un lejano país, muy avanzado tecnológicamente, no ha mucho tiempo que vivía un rico pastelero. Estaba tan orgulloso de las maravillas que salían de su establecimiento que, no contento con venderlas ahí, le gustaba adornarse con ellas colocándolas en una ligera estructura de titanio en la que luego introducía el cuerpo. Dentro de ese extraño armatoste-escaparate decorado con merengues, tartinas de frutas, postres de chocolate y otras delicias reposteriles le gustaba pasearse por las anchas aceras de las calles cercanas a la pastelería para que la gente lo viera.
-Ten cuidado, que hay mucha hambre ahí fuera –le advertía su madre.
-¡Anda! –se indignaba él-. ¡A ver si no voy a poder enseñar lo que me dé la gana! La gente tiene que ser civilizada y aguantarse.
Ni siquiera le gustaba que admiraran sus pasteles con demasiado descaro. Quería que fueran miradas rápidas y furtivas, para que luego se fijaran en él, el autor y dueño de todas esas maravillas.
“Eh, mírame a los ojos. Que soy algo más que un armazón cubierto de pasteles”, le gustaba espetarles.
Por su lado pasaba gente hambrienta que se contentaba con rápidos vistazos. Pero de pronto, de un hueco entre dos boutiques de lujo salió una chica famélica con aire enajenado:
-¡Ole esas tartinas de frutas variadas! ¡Qué rrricos esos cruasanes rellenos de nata! ¡Ay, que me los quiero comer! ¡Que me los quiero comerrrr! –le soltó con descaro.
– ¡Serás cavernícola! ¡A que te denuncio! –se indignó el pastelero.
Pero no hizo falta porque en ese momento bajó un dron especializado en control social y cercenó con un rayo las cuerdas vocales de la chica. Esta volvió tiritando a su hueco en la pared, entre dos boutiques de lujo, y nunca volvió a hablar.