Daba vueltas y más vueltas en la cama. Se levantaba. Se volvía a acostar. Ponía el ventilador; más y más potencia… Pero nada…

Era una noche de verano, cerrada, quieta, densa, que la sumía en un estado insoportable. Un calor sofocante. Y aunque siempre dormía con la ventana abierta, ligeramente subida para que la luz entrara, ella sentía que se ahogaba.

Pero esa noche nada podía aliviar su opresión, su sensación de asfixia.

Y de nuevo las conversaciones, gritos y discusiones de antaño con su madre, en aquel cuarto, visitaron su mente; una madre opresora, posesiva. Un cuarto minúsculo, siempre ese cuarto, con cuatro paredes que se acercaban robando el aire, estrangulando.

Toda la impotencia, todas aquellas ganas de liberarse, todos los gritos que no salían por la falta de aire, acababan explotando en su interior. Un interior dañado, lleno de cicatrices, como un campo lleno de minas antipersona, siempre a punto de explotar.

Empezó a sentir un dolor punzante en la cabeza, como si le fuera a estallar.

Ese cocktail nocturno letal. Esa mezcla de un calor devastador, una madre persecutora, un dolor de cabeza casi al límite… esa olla a máxima presión.

Se vio entonces en una mesa camilla de urgencias, rodeada de enfermeros intentando reanimarla. Había sufrido un paro cardiaco. Su corazón, al final, había reventado.

Súbitamente sonó el despertador. ¡Estaba viva!. Todo había sido una pesadilla.

Sin dudarlo tomó la decisión de coger un vuelo. ¿Dónde? Lo más nórdico posible. Era lo único de lo que estaba segura: necesitaba una corriente de aire fresco y espacios abiertos.

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