Las escabrosas noticias de las últimas semanas le hicieron reflexionar sobre la logística de los descuartizamientos. Se imaginó a sí mismo en la incómoda situación de ser desmembrado vivo, y trató de dilucidar en cuál de aquellos fragmentos y divisiones graduales quedaría confinado el último reducto de su alma, la esencia fundamental de su ser.

Enseguida desechó los apéndices prescindibles, como orejas, dedos, pies, manos, brazos y piernas. Dudó un instante acerca de ciertos canales de contacto con el mundo, como ojos y lengua, pero también los descartó. Pese a lo imaginario del ejercicio, le costaba desprenderse de los genitales pero, en aquel momento, terminó por considerarlos también inservibles.

El corazón, pensó, estaba sobrevalorado por su simbolismo romántico y emocional, y su latido acelerado e irregular no dejaba de ser una molesta interferencia. Así, mentalmente, fue recortando órganos y anatomías hasta acorralar su búsqueda y acotarla a un único posible lugar candidato: el cerebro. Sí, por allí debía de andar el quid de la cuestión. En el cerebro, y en particular en el sistema límbico y la memoria.

Eso es, la memoria… La memoria, sí…

¿Qué somos las personas sino el resultado y almacén de nuestras experiencias y recuerdos? ¿Acaso sin la memoria no se diluye nuestra identidad y se extingue nuestra consciencia? La ausencia de memoria propia, ¿no nos convierte en una página en blanco? Y la ausencia de memoria ajena, ¿no nos reduce a una página jamás leída?

La memoria, claro… La memoria… La maldita y poco confiable memoria…

 

• • •

 

— Señor Gutiérrez, no tenemos todo el día. Este tribunal examinador espera una respuesta. Le repito por última vez el tema para su evaluación oral: «Funciones y efectos de la norepinefrina como modulador del hipocampo».

— Lo siento, don Severiano, pero con los nervios… No me acuerdo.

 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *