Coralinda servía cervezas sobre la barra a igual velocidad que los hombres, por eso Rodtham Stchumm la había contratado; también por aquella exhuberante delantera heredada de su abuela Isolda; cada noche los ojos viciosos de la taberna Stchumm devoraban aquellos pechos con la misma ferocidad con la que sus bocas ingerían litros de alcohol, hasta caer rendidos en absoluta embriaguez.
Era el antro más lúgubre y oscuro del condado, pero Coralinda estaba casada y eso se respetaba. Ayudaba que Marco Kredler era conocido en toda la villa por ser extremadamente violento, y por ser el marido de Coralinda. Nadie le ponía ni un solo dedo encima a esa mujer. Al menos de su casa hacia afuera, pues muchas noches sirvió jarras con la cara amoratada y sanguinolienta. “Para que esos tipos no olviden quien es tu dueño” solía espetarle Marco, con la misma media sonrisa con la que un aciago 3 de Julio se habían desposado en la Iglesia de Radnar, casi en la frontera con Baviera. Sobre la sonrosada piel de Coralinda iba cayendo el velo mortecino de la tristeza, olvidó sonreir, y su vitalidad se marchitaba tras el mostrador, donde tantas noches temblaban sus piernas al verlo entrar. Si Marco iba por allí, al volver a casa ya sabia qué le esperaba… y todo su cuerpo se encogía de dolor.
Una noche de mucha, mucha cerveza, Marco se tumbó sobre la cama, al minuto ya soñaba. Soñó que su mujer le miraba, girándose abría la ventana, y, sin volver la vista atras, echaba a volar de aquella casa; en el aire se la veía relajada y en paz. Sobresaltado despertó,y al incorporarse se tropezó con el cuerpo ensangrentado. Aquella noche los golpes fueron demasiados. Coralinda viajó sin retorno, y a pesar de las deformidades de su cara, juraria que su expresión era feliz.