Cuentan los druidas que Moher, espoleado por un hambre insaciable, atravesó mil mares tormentosos para alcanzar la legendaria tierra esmeralda, una isla cubierta por un brillante manto verde. Una vez allí, anduvo hasta llegar al acantilado más escarpado que jamás hubiera visto. El mar se hallaba bajo sus pies, a un abismo de distancia. Y, en este púlpito descomunal, fue donde Moher se autoproclamó Rey.

Fue entonces cuando se presentó ante él una esbelta y pálida figura, ataviada con una capa negra. Era la muerte, y le habló así: “Dices ser el dueño de estas tierras. Pues te aseguro que, con un simple beso, podría arrebatártelas”. Moher, temeroso, le preguntó cómo evitar tal destino. “Cediéndome una pizca. La que quede cubierta por mi capa, será suficiente”.

Moher aceptó. Inmediatamente, la muerte dejó caer su capa al suelo. El trozo de tela se extendió como una sombra al atardecer, cubriendo el paisaje verde por uno totalmente negro. Moher observó horrorizado la oscuridad en la que se habían sumido sus tierras. De repente, supo cómo podría solventar su afrenta. Por eso, sin más, saltó al abismo. La muerte, complacida, recogió su capa y le siguió. Entonces, el manto verde, volvió a brillar.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *