Las lechuzas blancas son depredadores de almas. En la noche, desde las alturas, planean en busca de su de luz. Son como cazadores de estrellas fugaces que miran hacia la tierra en lugar de mirar al cielo. Hay días que dan con montones de ellas. Otros, con apenas ninguna. Concretamente, una vez cada cuatro años, es como si una nube se expandiese por todas partes, cubriendo el mundo entero. Durante varias semanas muchísimas lechuzas blancas mueren de inanición.

 

El pasado 23 de Junio, la nube llevaba expandiéndose más de una semana. Y Viento, una de las lechuzas blancas más jóvenes, quería dar con los límites del cúmulo tormentoso. Voló, y voló, hasta una sencilla taberna en mitad del desierto. Allí había un grupo de personas mirando una caja. Dentro de la caja, había otras personas jugando con una pelota. De pronto, una niña de vieja sangre, que estaba fuera de la caja, la señaló, alarmada. ‘Mamungkukumpurangkuntjunya Hill’, espetó. Los demás se rieron. Sin embargo, la pequeña, no. Lo que sí hacía era resplandecer. Viento se deleitó, hambrienta de luz. Cuando estuvo saciada, la lechuza alzó el vuelo y atravesó la caja, viajando 10.000 kilómetros en un instante. Ahora se encontraba en un tremendo edificio donde estaban congregadas miles de personas. Buscó a quien poder regurgitar lo que había comido, pero se dio cuenta de que no había ninguno que no estuviera empachado. No tenían hambre. Pero sí, sed. Sed de entretenimiento, sed de desconexión, sed de olvido. Y, sobre todo, sed de emociones, aunque fueran de segunda mano.

 

Viento revoloteó entre los pensamientos de los presentes, susurrando sin palabras lo que había visto la niña de vieja sangre. Los que escucharon el susurro, que no fueron muchos, rápidamente lo transcribieron en palabras. «Gde d’yavol mochitsya», entendieron algunos. “Agmaga sobyeon-eul boneun gos”, oyeron otros. Y hubo unos cuantos que lo tradujeron como: “Donde el diablo orina”. Mas todos ellos estaban demasiado sedientos como para ver lo que la niña de sangre vieja percibió.

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