No he querido saber, pero he sabido que uno de los ciervos, aquel al que llamábamos Elaphus, cuando ya no era cervatillo y no hacía mucho que había regresado de su última incursión hacia el bosque, entró en el refugio de la montaña, se plantó ante su padre, un ciervo anciano ya, agachó la cabeza, enfiló la cornamenta y arremetió sin previo aviso y con violencia, mientras su progenitor, lento de reflejos, sólo sintió cómo se le clavaba el hueso de los cuernos de su hijo hasta atravesarle el corazón, literal y figuradamente.

Cuando el resto del rebaño quiso darse cuenta, unos minutos después de que Elaphus abandonara el cadáver de su padre, ya era tarde, y dos de los cervatillos del grupo fallecían también tras la embestida de Elaphus, que no era ya rey del bosque sino una bestia de ojos rojos que se recordaría durante generaciones.

Y no he querido saber más, pero Elaphus mató a 13 ciervos y cervatillos aquella noche, corroído por algo que no tiene nombre, que cuentan las leyendas es la reencarnación del Señor de la Muerte cuando entra sin autorización en el coto de caza de los vivos, y es una señal de que el otro mundo está cerca.

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