En la orilla de un río de agua blanca, un niño se esfuerza por ensartar con su jabalina un pez negro.

El pez nada impasible. No mueve la cola ni ninguna parte de su cuerpo. Sus ojos extáticos están fijos en la superficie. Parece que nunca la llega a ver.

Se diría que avanza y se mueve pero no hay nada en un agua que no moja.

El niño contempla la superficie esperando a una presa que todavía no ve, solo difusas sombras negras que van y vienen sobre la tranquila superficie blanca.

Lentamente, sin darse cuenta, el cuerpo del niño se va introduciendo más y más en el agua. Todavía no ha lanzado su jabalina.

El pez sigue avanzando pero no se mueve. Ya se ha ido pero todavía no ha llegado. Está a punto de rozar la pantorrilla del niño pero nunca la toca.

Y el cuerpo del niño se sigue sumergiendo en el agua blanca sin ni siquiera tocarla ni perturbarla. Cada vez contempla más de cerca las sombras negras que van y vienen y nunca se quedan.

Y cuando su pie tropieza con una piedra que nunca estuvo allí, entonces su cuerpo ya no se moja. Su contorno se desdibuja atravesado por vetas blancas. Como una mancha de dos dimensiones sobre un paisaje que las pierde.

El pez ya no nada. Tampoco se va porque nunca estuvo. Solo el agua quieta sigue viva. Todo el cielo y alrededor se vuelve negro. Sobre un fondo blanco se desdibujan unos troncos de árboles en la lejanía muy cerca. En un futuro que nunca llega.

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