El pitido intermitente de las puertas del metro había empezado a sonar, pero acelero los pasos y me deslizo entre las puertas justo cuando comienzan a cerrarse. Es hora punta y me abro paso a empujones entre la gente. Ha sido un día complicado en el trabajo, y como el resto de pasajeros echo mano del móvil para evadirme en las redes sociales.

Un ligero vaivén del tren me obliga a agarrar la barra más cercana, y al levantar la cabeza te veo, al otro lado del vagón. Un recuerdo lejano cruza mi mente. Un rayo disparado hace veinte años que me viene a alcanzar en esta tarde de invierno. Titubeo un momento, pero en seguida te reconozco. Las arrugas han crecido en tu cara como hiedra conquistando la piedra a lo largo de dos décadas. Las manos que me agarraban al pasear están más estropeadas. Los labios que me besaban antes de dormir están ahora más secos.

Tu mirada revolotea entre la gente que nos rodea, y por un momento se posa en la mía. Pero la indiferencia hace que vuelva a levantar el vuelo. Se anuncia la siguiente parada. Te levantas y te dispones a abandonar el vagón.

— Disculpa, ¿vas a salir?

Tu olor me transporta a una noche de verano. Seguro que has conocido a alguien que te hace feliz, te ayuda a acostar a los niños y comparte tu sudor en la cama. Todo eso que ha hecho que me olvides. Lo que yo perdí y nunca volví a encontrar.

— No, pasa.

Y un poco más viejo y cansado echo mano del móvil. E intento evadirme en las redes sociales.

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Ana esperó a que se cerraran las puertas del metro para soltar un largo suspiro. El corazón aún le latía con fuerza.

 

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