Me llamo Ernesto Villanueva y tengo terror a los espejos. Tras la segunda intervención del ejército en la guerra de que enfrentó a Colombia contra Estados Unidos, comencé a comportarme de un modo extraño. No podía ver una superficie pulida reflejando un rostro humano sin perder el control. Maté a tres personas casi sin darme cuenta. Algunos decían que era una secuela de las armas químicas usadas por los estadounidenses. Otros, que me volvió loco el entrenamiento.

Un día estaba ocupado buscando unas tijeras en un cajón cuando mi esposa se acercó a mí con una revista enrollada en una mano y un espejo diminuto en la otra. Al ver su rostro reflejado en el cristal, enloquecí y me abalancé sobre ella.

Hicieron falta cinco policías para reducirme y trasladarme al hospital psiquiátrico más cercano. Allí maté a dos celadores y tras un viaje tormentoso conseguí escapar a Japón, donde asesiné a Kenji Noguchi, el conserje del edificio en el que me escondía, haciéndome pasar por un profesor de español retirado.

Los nipones me apresaron y me llevaron a juicio.

Afortunadamente, la sentencia fue ligera: cinco años de cárcel y toda una vida en tratamiento. Cumplí mi visita diaria al doctor Takeo y tomé las pastillas que me daba religiosamente. Hasta mi cuadragésimo noveno cumpleaños.

Ese día mi nueva esposa, Jem, dijo que tenía una sorpresa para mí.

– No te quites la venda de los ojos. Acompáñame.

Caminé en la oscuridad hasta un cuarto de la casa.

– ¿Sabes, cariño? Nunca te he dicho mi apellido de soltera. Era Noguchi.

Igual que el conserje asesinado.

Me quité la venda bruscamente. Ella no estaba, pero había dejado un cuchillo afilado en el suelo. Me entraron ganas de reír al ver lo que había hecho: había convertido nuestro salón en un cuarto de los espejos.

 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *