La senda asciende dificultosamente durante un buen trecho. Arriba se hace sinuosa, en la penumbra abovedada de helechos, peñas y castaños tapizados de musgo, entre jirones erráticos de niebla.

Su respiración forzada por el ascenso, sus pasos resueltos sobre el suelo mullido de barro y hojas, marcan un contrapunto al susurro casi imperceptible de la brisa, al rumor de los torrentes, al trueno sordo sobre la tierra de los caballos salvajes al galope en la distancia.

Llegado a un punto preciso entre los castaños, se detiene en un promontorio ante una roca. Se arrodilla y deja en el suelo el hatillo que lleva al hombro. Acerca su rostro concentrado y con la yema de los dedos recorre la espiral esculpida en la piedra, apenas horadada, de momento casi solo dibujada. Del fardo saca sus herramientas y empieza a ahondar con ellas la línea de la espiral.

Se quedará allí algún tiempo, después desandará el camino. Pero el bosque ya se habrá hecho con él y él se habrá hecho con el bosque. En la espiral se habrán fundido sus huellas con las huellas de la niebla, los arroyos y los árboles; de todas las criaturas que ya estaban antes.

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