Había conocido el dolor, y la injusticia, y la desesperanza. Había conocido el odio, y la desidia, y el miedo. Lo había visto y sufrido todo en la rutina de la muerte y la masacre. Y él, que había combatido en tantas guerras, él, que había violado la voluntad de tantos hombres, mujeres y críos, él, que había vociferado su opinión entre los demás guerreros, generales, emperadores y dioses, aquél día en que murió, no se arrepintió de nada.

Había matado a niños, centenares de ellos. Convertido en esclavas a las niñas, degollado a las abuelas, disfrutado de las madres. Había prendido fuego a decenas de ciudades, derribado murallas y castillos, demolido cientos de casas con sus habitantes dentro. Y jamás se arrepintió de nada. Tampoco el día en que murió. Ni un ápice de remordimiento, ni siquiera sabiendo que moría.

Lo que sí hizo, muy de joven, fue cortarle la garganta a su conciencia, y nunca más volvió a hablar.

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